La voz de todas las cosas.

Por: Víctor D. Ramírez Gutiérrez (Rizomarx) & Marlon B. Romero (Esquizofrenia colectiva)

Ya para las 5 de la mañana el escandalo no se hizo esperar. El sonido de maquinaria pesada despertó a los habitantes de Santa Silvia; un pequeño pueblito del cual nadie se quiere acordar. Las sierras eléctricas, buldócer, taladros, motores de maquinaria pesada, e instrucciones gritadas del patrón a los obreros había sustituido, como primeros sonidos del día, al trino de los canarios, el cantar de los gallos, el chirrido de los grillos y el trote de los caballos.

Las obras para urbanizar y explotar los ecosistemas de los silvianenses comenzaban antes del alba y terminaban después del anochecer; por órdenes de algún hombre trajeado, miembro de gabinete del presidente de algún país que nadie recuerda. Granizara o insolara el sol, los obreros de la obra se mantenían trabajando, casi como autómatas. Mientras tanto, los silvanenses se reunían, angustiados, y reflexionaban sobre su situación desgraciada.

En el pueblo de Santa Silvia, un sitio con edificios de adobe, rodeado del follaje, fresco en verano y tibio en invierno, se reunían los habitantes, al interior de la parroquia. El pueblo salía de sus casas a la iglesia cada domingo, a las 8 de la noche, y llevaban a cabo sus asambleas, abrigados por el calor de la chimenea, y expresaban sus angustias públicamente, con la esperanza de formular soluciones o, al menos, obtener consuelo.

-Los gritos cada vez son más desgarradores-. Dijo Lucio.

-Y cada vez son más fuertes-. Agregó una voz, que sobrepasó la de la muchedumbre.

El bullicio dominó un largo rato. El pueblo silvanense compartió entre sí diversos testimonios en los cuales la voz les hablaba, llorando, desesperada, implorando auxilio. El escandalo aumentó paulatinamente, hasta convertir dicha asamblea en una infusión de sonidos indistinguibles. Atento, el único hombre que guardaba silencio se levantó de su asiento lenta y torpe, pero firmemente, y se puso rumbo al altar.

-¡Hermanos y hermanas, en nombre de Adonai, les pido orden!

Aquel hombre era el Padre Claudio. Era un hombre maduro, tanto por su edad como por su experiencia. Vestía su sotana más barata, aunque siempre impecable, sin rastro alguno de suciedad. Su pulcritud se extendía a todos los aspectos de su apariencia. Aun siendo caucásico, tras años de servicio eclesiástico en Santa Silvia, su piel mostraba signos claros de quemaduras, producto de su trabajo codo a codo con el pueblo. Una vez se pronunció, los murmullos no tardaron en cesar.

-Hermanos- Prosiguió. – ¿Cuántos años llevo viviendo como uno más de ustedes? ¿20? Ya ni los cuento. Sin embargo, les recuerdo, hermanos y hermanas, que cuando llegué a este pueblo yo tampoco escuchaba la voz. Con el tiempo la fui escuchando, primero como ecos en la lejanía, y luego como susurros en mi oído ¡Pensé que enloquecía! Le pedí al señor respuestas, y fueron ustedes los que me las dieron.

El pueblo escuchaba atento. La expresión de sus rostros era la de una solemne conmoción, y una seria convicción. Estaban escuchando al sacerdote, no con los oídos, sino con su corazón. Niños y niñas incluso, lo seguían atentamente. En ese momento, de entre la multitud emergió una mujer, Guadalupe, de piel morena y reseca, de ojos luminosos, delgada, que, por sus arrugas, empezaba a estar entrada en años. Se levantó y caminó por el pasillo central de la parroquia, hasta pararse a lado de Claudio.

Claudio y ella se miraron a los ojos. Mientras lo hacían el tiempo se dilató y el resto del mundo quedó en segundo plano. Sus corazones palpitaban aceleradamente, y sin embargo, ninguno dijo palabra alguna. Fue Claudio quien le cedió el estrado del altar, para que Guadalupe se enunciara.

Guadalupe y Claudio tenían un pasado, juntos. Claudio había llegado a Santa Silvia veinte años atrás, tras poco tiempo de haber egresado de su seminario. Cuando llegó cargaba en su corazón una profunda amargura, causada por el asesinato de uno de sus maestros en el seminario, el padre Sanderson en manos de mercenarios pagados por algún hombre de traje. Cuando se enteró de la noticia, su marchito corazón se oscureció.

Huérfano de padre, Sanderson había sido como un padre para él. Sanderson nunca paraba de reír, y sonreía con honestidad, sin pretender fingir. Alguna vez le dijo a Claudio: “mi misión es hacer felices a mis hermanos. Darles calma, consuelo, y fin a su angustia”. En su juventud, Claudio no terminaba de entender sus palabras. Más tarde, cuando se graduó finalmente, Sanderson estuvo en su ordenación junto con otros dos líderes de la arquidiócesis.

La última vez que se vieron fue la tarde de ese mismo día, y Sanderson le dijo: “Hijo, ahora me iré a cumplir mi sueño. Te había dicho que mi deber era ser feliz, pero mi sueño es diferente –Claudio tragó saliva. Estaba desconcertado –Mi sueño es que no haya que morir para ir al paraíso. El paraíso debe ser aquí, en el reino de la tierra. Solo puedo ser feliz si el prójimo es feliz, y el prójimo solo puede ser feliz si viven en el paraíso y no en el infierno. Hoy en día el infierno se expande, y no lo voy a consentir. Me voy al sur, hijo, y quizá no regrese. Si no volvemos a vernos, te encomiendo mi tarea. Eres el único de estos necios en quien puedo confiar. Dios está contigo, jamás te olvides de eso”.

Claudio se despidió, guardando silencio, preso de la confusión. Pensó que estaba faroleando su convicción. Su sangre quedó helada cuando meses más tarde, mientras caminaba por la plaza de su pueblo natal, vio una foto y un encabezado en un periódico amarillista que dictaba: “Sacerdote terrorista muere por impedir el desarrollo del campo nacional”, y a su lado la foto de su maestro, acribillado, con la sotana perforada y bañada en sangre, y sus ojos sin vida. Parecía, incluso, que su boca dibujaba una sutil sonrisa juguetona.

Claudio se desmayó del impacto. Al despertar estaba rodeado de personas que lo ayudaron a reincorporarse. Una vez espabiló, vomitó, y, sin darse cuenta, de sus ojos brotaron lágrimas, como si fueran fuentes. Grito y lloró amargamente. Mantuvo el luto varias semanas, hasta que, recordando las palabras de su maestro, se serenó y decidió ponerse rumbo al interior del país, a una de las provincias menos exploradas; provincia donde está Santa Silvia.

Cuando llegó a Santa Silvia la gente lo observaba raro. Actuaban como si el no estuviera ahí, o, cuando bien le iba, le ofrecían una mirada fugaz. La parroquia databa de la época colonial, pero se encontraba en malas condiciones; aún con ello, el rasgo más distintivo era que tenía dibujado en el campanario, y grabado en la campana, el glifo de un pez con la palabra “IXOYE”. Pasaron días, que se volvieron semanas, y luego meses. Se familiarizó con el lugar: con las calles de tierra roja, con las casas de adobe, con la abundante vegetación y la colorida cromática. Sin embargo, cada vez que se sentía en confort, extrañaba más su pueblo natal, y, sobre todo, al padre Sanderson.

Mientras fue aprendiz, asistió a Tenoch, el párroco del pueblo, oriundo del lugar. Le enseñó los pormenores del funcionamiento de la iglesia. Lo preparó rigurosamente, aunque siempre emocionalmente distante. Tras tres años de su llegada Tenoch fue seleccionado para volverse Obispo, y dejó a cargo a Claudio, heredándole su título de párroco. Para ese momento el pueblo le había otorgado su favor y cariño, y lo que antes eran miradas fugaces se habían vuelto miradas amistosas.

Así fue como un día, mientras confesaba a los fieles, al confesionario se acercó una mujer joven, de piel tersa, mirada luminosa, delgada y de facciones afiladas. Recordó haber visto a esa mujer en las calles, en las compras, y en las misas, siempre acompañada de un hombre mayor, posiblemente su marido.

Cuando Guadalupe se acercó al confesionario, Claudio se puso nervioso, y su corazón se aceleró. Guadalupe, sin embargo, lloraba afligida. Su llanto era atroz, capaz de conmover hasta al corazón más reseco. Se miraron a los ojos, y Guadalupe dijo: -Perdóneme padre, porque he pecado-. Guadalupe iba, no por pecadora, sino por víctima del pecado; de un pecado sistémico, del cual nadie y todos al mismo tiempo tenían la culpa.

Había pasado cuatro días desde que un grupo de diez hombres habían partido con rumbo a la ciudad. El campo estaba infértil y era complicado sacar frutos de este. Los campesinos trabajaban día y noche. Las familias se paraban antes del alba y terminaban después del anochecer. Y sin embargo, las cuotas no daban abasto.

Armados de valor, estos diez hombres se encaminaron a la ciudad, dispuestos a trabajar en lo que fuera que les permitiera obtener los ingresos suficientes para llevar a buen puerto la cosecha de la milpa. Era algo persona. La milpa había sido fértil, pero la afluencia de agua había disminuido drásticamente. Así, a pesar del dolor que les causaba a todos el separarse, se tragaron sus lágrimas en la despedida, y se marcharon. Ambos grupos, los hombres y sus familias, se miraron fijamente hasta desaparecer en el horizonte, solo acompañados por una estela de polvo rojo, que era lo único (además del espacio entre ellos) que los unía.

Guadalupe no podía conservar la calma. Extrañaba a su marido, pues era un buen hombre. La procuraba y la cuidaba, además no la limitaba, como lo hacían algunos hombres del pueblo. Preocupada, fue con Claudio, y confesó sus pesares. En ese momento Claudio recordó el rostro de su maestro, y sus palabras: “mi misión es hacer felices a mis hermanos. Darles calma, consuelo, y fin a su angustia”.

Claudio la miró a los ojos y le dijo –Calma, mujer. Dios está con él, y contigo, y también con los hombres que partieron hace poco. Guadalupe sonrió, y se fue, agradecida e impresionada, pues Tenoch nunca hubiera dado ese trato a cualquiera que se le acercase.

Pasó el tiempo. Las semanas se volvieron meses, y los meses años. Cierto día, Lucio, uno de los hombres que había ido a la ciudad, volvió al pueblo. En todo el tiempo que fueron a trabajar, apenas obtuvieron dinero de ellos. De los diez hombres, Lucio fue el único que volvió, cargando un costal de maíz en sus espaldas, repleto de dinero.

El pueblo se acercó, consternado. Estaban llenos de dudas ¿Y los otros? ¿Cómo les fue? ¿Qué hay en el saco?

Lucio les ofreció el saco, y dijo: -Es todo lo que pude juntar. Allá no hay trabajo, además todos nos miraba bien gacho. Tuvimos que faltar al mandamiento de no robar, pero a la mitad nos torcieron y la otra mitad decidió quedarse allá. Dudo que regresen. Fui el único en escapar.

Guadalupe, que estaba en la parte trasera del gentío, se fue acercando lentamente, pidiendo permiso para pasar entre la gente. Cuando llegó al frente escuchó nítidamente lo que Lucio había dicho. Por un momento todo su alrededor desapareció, se ennegreció. Calló de rodillas, rasgando tanto su vestido como sus rodillas. Las lágrimas empezaron a caer de su rostro, y tensando la mandíbula, desde su estómago vociferó: -¡Oye Lucio ¿Y dónde está Martín?! ¡¿Por qué no vino contigo?!

El pueblo volteó a verla. Algunos la observaron con recelo y pena, otros con molestia, pero la mayoría con pesar. Después de unos segundos de silencio que parecían una probada de la eternidad, Lucio respondió con desgane: -No volverá Lupita. Se quedó allá. Conoció a una Jainita, y pos’, tuvo a sus chamacos. Como nunca pudieron tener un hijo tú y él, pos’ yo creo que se le retorció el corazón. Lo siento, mi señora, pero así pasó.

-¡Mientes!- Gritó Guadalupe-. – ¡Mi Martín me amaba! ¡Él no me abandonaría!

Dejó las palabras entrecortadas. Nuevamente la mujer lloró por él. Claudio que iba pasando por ahí, observó a la muchedumbre, y se acercó. Por un momento todos guardaron silencio, y dejaron a Guadalupe en segundo plano, ayudándole a pararse y reincorporarse. Al verla, Claudio se acercó, y le tendió la mano. Aún sin verlo, Claudia sintió un alivio paranormal tras ello.

Nuevamente el tiempo pasó. El campo seguía infértil, la mano de obra familiar era cada vez más insuficiente. Sin embargo, durante las faenas, el pueblo tenía la dicha de compartir el pan que había puesto en la mesa, de contarse chistes, de beber pulque y comer tortillas de masa, y disfrutar el cantar de las aves y las cigarras. Aún en la adversidad, tenían calma. La voz les decía que les amaba, y ellos, recíprocamente, la atendían.

Fue cuando Guadalupe pasó su duelo y sus heridas ya habían cicatrizado, cuando volvió a confesarse. Esta vez, serena y lúcida se acercó a Claudio. Claudio, por su parte, se había incorporado a la forma de vida de los silvanense, pasando a ser uno más de ellos. Participaba en las faenas, se dedicaba con gran pasión a cumplir los sacramentos, y, sobre todo, a la misión que su maestro le había encomendado.

Guadalupe le pidió a Claudio que la incorporara como laica. Claudio, que había sido testigo del dolor de la mujer, la aceptó sin antes preguntar: -¿Estás segura?-. –No tengo duda alguna – Respondió, desde el corazón.

Así comenzaron a colaborar. Con el tiempo Guadalupe se volvió la mano derecha de Claudio. Comían juntos, servían juntos, reían juntos. Como es natural, el tiempo los hizo conocerse. Y como es más natural aún, el tiempo les hizo desearse. Habrían pasado cinco años de la llegada de Claudio cuando finalmente, Guadalupe y Claudio se entregaron a la pasión y al pecado que deseaban ambos desde la primer mirada que se dirigieron.

Sin embargo el pueblo no era ingenuo, y entendían perfectamente que ocurría. Las opiniones fueron diversas. Algunos rechazaron tajantemente las conductas que realizaban, mientras otros las aceptaban, considerándolas intrascendentes. La hostilidad no se hizo esperar para la santa pareja. Volvieron los días oscuros en los que el pueblo fingía que Claudio no existía y el mayor favor que le podían conceder era una mirada fugaz. Por primera vez en tres años volvía a extrañar su pueblo natal.

El conflicto no cesó sino hasta que, un domingo en la mañana, Guadalupe llevó a Claudio al bosque. El bosque de Santa Silvia era todo el terreno que rodeaba las milpas. Ancestralmente ese territorio se había mantenido virgen, asediado por una cordillera de cerros que se imponían con su gran tamaño. Claudio no era un hombre que explorara, no era un aventurero ni un etnógrafo. Él era feliz viviendo en el pueblo, pero tras años de estar ahí, era necesario que entrara al bosque y explorara la ojiva que protegía ese sagrado territorio.

Claudio preguntó a Guadalupe: -No lo entiendo Lupita ¿Por qué si tienen tanto suelo fértil no se dedican a cosecharlo?

-Tú no entiendes nada ¿Verdad? –Le respondía Lupe, en tono juguetón. Y prosiguió: -¿No escuchas a la voz de todas las cosas?

-¿La voz de todas las cosas?

-Así. Es la voz de lo que nos rodea. Primero la escuchas como un eco y luego como un susurro. La primera vez que la escuché fue cuando tenía trece años. Me estaba bañando en el río, y un citadino me estaba espiando. Su lascivia impura enfureció a la voz, que me advirtió. No supe cómo reaccionar ante la sorpresa, así que me quedé paralizada. Fue entonces cuando llegaron mi hermana y mi hermano y lo encontraron. Después lo transportaron al pueblo y lo sacaron a patadas. Desde ese día estoy atenta a la voz. Es como una madre o un padre. Honestamente no logro distinguirla, pero sé que está ahí. –Guadalupe observaba al horizonte, con una sonrisa que le arrugaba hasta los ojos.

Caminaron lo suficiente para llegar la cima del cerro de la cruz. En la cima se podía ver el pueblo, la milpa y el bosque, además de los demás cerros que se perdían en el horizonte; todos ellos tapizados con matorrales, arboles con frondosas copas o cactáceas de gran altura. El cielo era azul y estaba tupido de nubes que, de vez en cuando, tapaban el sol y ofrecían una fresca sombra.

-Nunca lo he escuchado-. –Dijo Claudio-. Pero he escuchado que hablan de la voz. Cuando regresó Lucio al pueblo con el costal con dinero, escuché a la gente decir que la voz estaba anunciando su llegada. En ese momento me estremecí. Normalmente no suelo salir a caminar, soy un hombre de templo, un monje, y prefiero dedicarme a orar y a trabajar con el pueblo. Pero ese día escuché un pequeño murmullo que me sobresaltó. Me dijo “ve a caminar, que alguien espera tu consuelo”. Aunque sentí miedo, porque nunca antes había sentido algo de esa naturaleza, la palabra consuelo me hizo salir a caminar sin dudarlo. Esa palabra tenía una gran importancia para mi maestro en el seminario, el padre Sanderson. No esperé encontrarme nada, pero mi sorpresa fue observar al pueblo recibir a Lucio, y además, verte llorar. Desde ese momento supe que no había sido una coincidencia, pero desde entonces no supe qué más hacer y jamás la volví a escuchar.

Guadalupe lo observaba con fascinación. Ellos sabían que los citadinos eran incapaces de escuchar la voz. No sabía si tenían algo en los oídos que se los impedía, aunque no lo creían, pues podían escuchar a la perfección el sonido de los barcos en la lejanía, o los cláxones de los automóviles.

-Deberías venir más a este lugar. Aquí ofrece misa. Es algo que no se hace desde que Tenoch se fue.

Claudio tomó la palabra de Guadalupe. Aún con la opinión del pueblo dividida respecto a la moralidad del amorío con Guadalupe, no dejaban de ser fieles, y el trabajo del campesinado exigía tener una fe casi inagotable.

Así los años se volvieron lustros, y de esos lustros se volvieron décadas. Claudio adquirió experiencia oficiando misa en el cerro de la cruz. Su sensibilidad a la naturaleza se agudizó, y adquirió maestría interpretando los signos que la rodeaban. Así, poco a poco, ese eco se volvió un susurro, y ese susurro en una voz andrógina y tenaz, capaz de advertir y ofrecer paz.

Fue un día, en plena misa, cuando la voz dijo lo siguiente: “bienaventurados los que aman, porque serán amados”. Por un instante el pueblo se paralizó. Voltearon a verse unos a otros, con los ojos y la boca abiertos de la incredulidad. Una vez acabó la misa, cuando Claudio estaba ordenando sus instrumentos, el pueblo empezó a cantar, a bailar y a reír con frenesí.

-¡Los ha bendecido! ¡Los ha bendecido! -. Gritaban enérgicos.

Esas palabras fueron interpretadas como el visto bueno de la voz para que ese amor discreto entre Guadalupe y Claudio no tuviera impedimentos. Así, pronto volvería el pueblo a unirse en una única voluntad. Y aún con el voto de celibato roto, Claudio permaneció cumpliendo la voluntad de su maestro, creyendo también, que su sueño estaba realizado. Para él, Santa Silvia era el paraíso que Sanderson tanto buscó.

Hubo un retorno al orden cotidiano, tras esa falta que causó conmoción durante bastante tiempo. La bendición de la voz sobre Claudio y Guadalupe era suficiente acto reparador para el pueblo. Y así siguieron su vida un tiempo largo y calmo. A veces había abundancia y fortuna, a veces adversidad. Pero el pueblo se tenía a sí. Los niños nacían, los ancianos morían, y el ciclo de la vida permanecía imperturbable, hasta que, tras quince años de la llegada de Claudio a Santa Silvia, ocurrió algo que nadie esperaba.

Claudio escuchó la voz de todas las cosas anunciar la llegada de alguien de ahí que se había ido desde hace mucho tiempo. El pueblo dejó sus actividades y corrieron a la entrada. Volvieron al camino de tierra roja por el que doce años antes había vuelto Lucio.

Pasaron algunos minutos, y a lo lejos una silueta vestida con ropa de vestir y un sombrero de copa se dibujó en el horizonte. Era un joven que aparentaba tener quince años, aunque su rostro poseía aún rasgos infantiles, que no podían superar en edad a los de alguien con trece. Nadie lo reconoció. Ninguno de los habitantes lo habían visto, pero les resultaba familiar.

Cuando finalmente estuvo al frente del pueblo, se veía acalorado, sudoroso y exhausto. Jadeaba con intensidad, como si tuviera algún problema respiratorio.

Jadeando dijo: -Vaya, que sorpresa. No pensé que me estuviera esperando el pueblo entero.

-¿Quién eres? –Preguntó Lucio, lo suficientemente amenazante como para verse firme, pero lo suficientemente gentil para no verse hostil.

-Me llamo Juanjo. Soy él dijo de Martín, un hombre que solía vivir aquí y fue a la ciudad hace trece años.

Todos se conmocionaron. Se escuchaba en los murmullos una inquietud recalcitrante, que no les permitía respirar con tranquilidad.

-Vamos a la parroquia, ahí te daremos comida, bebida, ropa y un techo-. –ordenó Lucio nuevamente, que volteó a ver a Claudio y Guadalupe, asintiendo los tres con la cabeza al mismo tiempo.

Guadalupe estaba desconcertada. Era el hijo de su marido. Ese chico representaba para ella la frustración de su esterilidad, contraria a la tierra, que la amaba cada vez que de ella recogía sus frutos, y la apertura de una cicatriz que llevaba tiempo cerrada.

Una vez en la parroquia, le dieron sopa de verduras, agua del pozo y pulque al joven Juanjo. Tras esto, Juanjo y Lucio tuvieron una conversación en frente de todo el pueblo. Mientras tanto, Guadalupe y Claudio miraban, desde lados distintos del recinto.

-Entonces eres el hijo de Martín ¿No es así? –Preguntó Lucio.

-Así es señor. Me llamo Juan José Preciado, soy hijo de Martín Preciado, originario del pueblo de Santa Silvia.

-¿Y a qué has venido muchacho? Tu padre renunció a formar parte de nuestra comunidad, y aunque no le negamos la estancia a nadie, no lo consideramos alguien grato así como ninguno de los otros cinco hombres que se quedaron a vivir en la ciudad.

-Vengo porque me encomendó una tarea que debo completar. Mi hermano Juan Pedro Preciado Paramo también tuvo la suya, pero esa fue encomendada por mi difunda madrecita.

-Sí sí, hijo, no nos eches cuenta. Dinos ya a que has venido.

-Mi padre murió hace dos años. –Los murmullos en la sala no se hicieron esperar. Guadalupe sintió un pinchazo en el pecho. A pesar de los años que había transcurrido, un amor autentico nunca se olvida.

-Lamentamos mucho tu perdida, pero no creo que quieras venir a vivir acá.

-No es eso, Don Lucio. Mi padre quiso venir en vida, pero enfermó a causa del sobreesfuerzo que realizó en su trabajo. Usted se ha de acordar, porque también uste’ jue’ a la ciuda’ hace años. Como sabrá, no había trabajo, entonces se jue’ pal’ norte, disque’ porque ahí si hay chamba. Se contrató en una empresa de esas que tienen maquinarias bien raras y tecnológicas. Se la pasaba día y noche trabajando el pobre.

>>Un día escuchó de la boca de sus jefes que tenía un trato con el gobierno de acá, para venir a explotar el campo, porque allá en el norte ya se lo chingaron todo y no queda nada de suelo que sembrar. Aunque no sabía mucho el idioma de aquél lugar, entendió a la perfección. Mi pobre jefe se sintió muy culpable de jamás haber regresado, entonces averiguó sobre los planes, y descubrió que el gobierno anda en planes de vender estas tierras. Cuando era niño me contaba de una voz que escuchaba. Allá en la ciudad les decimos esquizofrénicos a esos loquitos que oyen voces, pero él estaba tan convencido de que corría peligro que me encomendó venir a advertirles que en unos años, los caciques del lugar, el gobierno y aquella empresa van a venir a arrebatarles las tierras, y que tanto ustedes como la voz esa corren peligro.

>>Hubiera querido venir el mismo a advertirles, pero verán, estaba muy avergonzado de dejarlos. No había día en que no pensara en ustedes y en lo feliz que jue’. No tenía cara para eso, y menos para ver la cara de su mujer. A si es cierto, le traje algo.

Todos se quedaron callados. Tras escuchar las palabras, Guadalupe cerró los ojos, y por primera vez en su vida, trató de contener sus lágrimas y tragárselas. Con los ojos llorosos se acercó al chico Juanjo y le dijo.

-Soy yo la mujer de tu padre ¿Qué puedo hacer por ti?

-Mi jefe me dio esto para uste’. Que ojala y le sirva. –El joven tomó una cajita que guardaba en los bolsillos de su saco y se la entregó. El pueblo empezó a preguntar sobre que era, pero Guadalupe lo resguardó. El pueblo se molestó por el secreto guardado. El caos escaló al grado de que Lucio intervino.

-Ya estuvo, pues. Es algo privado entre marido y mujer. Es algo personal. Así que dejen que Lupita esté tranquila. Denle su espacio.

Después de un rato de que el niño se mantuviera en silencio, prosiguieron con la asamblea, en la que los campesinos, los comerciantes, y todo el pueblo comenzó a exponer sus ideas. Poco a poco las aguas se fueron calmando, y optaron por lo más prudente: esperar atentos en día en que ocurriera lo que Juanjo advirtió.

Hubo escépticos, que prudentemente dudaron tanto de la identidad del niño como de la veracidad de la información que les había ofrecido, pensando que se podría tratar del engaño de alguno de los hombres que no volvieron. Al fin y al cabo, de todos ellos el único que no los había traicionado era Lucio ¿Por qué confiarían en alguien que los abandonó? Fue en el momento de mayor crisis cuando la voz les dijo: “confíen en la semilla de Martín. Aunque se haya ido, y haya elegido dejar de escuchar, él fue mi hijo hasta el día de su muerte y después”.

Juanjo no entendía lo que pasaba. De la nada todos se habían quedado callados; sin embargo, sintió un escalofrío que lo recorría de pies a cabeza. Escuchó un tenue eco en la lejanía, inaudible para él. Tras esto prosiguió:

-Bueno, ya tengo que irme. Agradezco su hospitalidad. Tengo que encontrarme con mi hermano en Comala, un pueblo lejano. Y como no tengo auto ni hay camiones para allá, va a ser un viaje largo. Me despido.

En la entrada del pueblo despidieron al hijo de Martín. Regresaron al pueblo una vez su silueta se perdió en el horizonte.

Los siguientes meses fueron de angustia intensa, pero de fe profunda. Esperaban impacientes la llegada de los caciques y del gobierno. Su tierra era lo que los mantenía con vida; es más, era la vida misma. No podían ni siquiera imaginar que la tierra fuera vendida. Sin embargo siguieron a cuestas. Sembrando, cosechando, comiendo y compartiendo, siempre poniéndole estricta atención a la voz de todas las cosas.

Un año antes de lo prometido por Juanjo, escucharon por primera vez el sonido de la desesperación. La voz se lamentaba, y todos podían oírlo. El dolor de la voz era tal que tan solo con escucharla sentían su dolor como propio. Era de madrugada y el pueblo se encontraba durmiendo. Guadalupe se levantó deprisa, despertando consigo a Claudio. Se vistieron y corrieron a la calle. Todas las personas del pueblo salían de sus casa una a una, mirándose entre sí desconcertadas, sin saber que ocurría.

Todos los adultos en disposición de actuar corrieron a toda velocidad hasta la cima del cerro de la cruz, desde el cual miraron horrorizados lo que ocurría. La noche, normalmente iluminada por la luna y las estrellas, ahora brillaba por culpa del fuego de un incendio que envolvía el cuerpo de uno de los cerros al horizonte. Jamás habían visto tanto humo en su vida. Era tanto que duplicaba incluso la altura del cerro mismo.

Organizados, partieron rumbo al cerro. Tardaron varias horas en llegar. Claudio permaneció en Santa Silvia, para proteger y estar al pendiente de los más débiles, que no tenían la posibilidad de salir. Por su parte, Guadalupe y Lucio partieron junto con el resto de adultos sanos y fuertes. Llegaron al día siguiente. El incendio había cesado, evidenciando así que había sido planeado.

Al regresar de la expedición, se reunieron de nuevo en la parroquia, para hacer una asamblea. En esta, el resultado fue nombrar a Lucio como el representante del pueblo. Hasta ese momento las decisiones habían sido tomadas de forma horizontal, respetando la voz de todas las personas; no obstante, era imposible organizarse sin una persona que introdujera en sí la voz del pueblo. Al haber sido Lucio el único de los hombres que fueron a la ciudad en no abandonar el pueblo, se había ganado a pulso el mérito.

El día siguiente fue un día fatídico. En la entrada del pueblo llegó en un bólido de marca “Ford”  con cuatro hombres de traje al interior. La voz les había advertido, pero de una forma tan repentina que no tuvieron tiempo de prepararse cabalmente. Lo esperaron en las afueras del pueblo.

-Vaya vaya. Santa Silvia. La famosa comunidad en donde sus individuos siempre te esperan afuera. –Dijo el más extravagante de ellos. Era un hombre petizo, gordinflón y arrugado. Fumaba un puro con ahínco y usaba lentes de sol que ocultaban una mirada demoniaca. En sus manos cargaba varios anillos, y en su cuello una cruz acuñada con un metal dorado. Del lado derecho de su cinturón cargaba un revolver calibre 45. Sus esbirros guardaban silencio a sus espaldas, con caras serias.

-¿Quién es usted?-. Preguntó Lucio.

-Me llamo Johannes. Soy el capataz de la obra que se está haciendo. Verá –prosiguió sin dejar que los Silvanenses respondieran- soy el representante de la compañía “salvato”. Nos dedicamos a combatir el hambre en el mundo. Para ello hemos sido apoyados por el gobierno del país, que hace un tiempo erradicó a los caciques y terratenientes del territorio. Vengo aquí a pedirles que firme lo antes posible el siguiente documento.

Uno de  sus acompañantes sacó del interior del auto un portafolio. Del interior del mismo extrajo una hoja de papel y una pluma. Los silvanenses escuchaban atentos.

-Por medio del siguiente documento se valida la propiedad de “n” kilómetros cuadrados de territorio natural a la empresa “salvato”, con el fin de extraer de ella los recursos necesarios para llevar a cabo el proyecto de alimentación global y modernización del campo. Atentamente, el gobierno de…” –cierto país de cuyo nombre no me quiero acordar.

Lucio dio un paso al frente, sin chistar. Ya era un hombre mayor, y sus canas relucían a contra luz. Abrió la boca, y desde él emanó una voz grave y multitudinaria, como si un grupo de personas hablaran por medio de él.

-Nos negamos a vender nuestras tierras.

La sonrisa maliciosa se borró poco a poco del rostro de Johannes. Su sonrisa se transformó en una mueca desquiciada, sus sienes se hincharon, y retiró sus lentes de sus ojos, dejando verlos. Sus ojos eran dos pupilas reventadas en un iris verde esmeralda, y con la esclerótica inyectada en sangre. Con voz ronca, y malamente fingida en calma, dijo: -Ah, claro que no. Pero ya lo harán. Ya lo harán.

Después de eso los hombres de traje se metieron al vehículo y lo arrancaron, dejando tras de sí una estela de smog.

Los años se volvieron meses, y los meses semanas. La disputa por el territorio escaló. La voz les decía que no mataran, pero estaban comenzando a evaluar la posibilidad. Cada vez daba más la impresión de que la voz sufría más. Desde el cerro de la cruz se podían observar otros cerros, que poco a poco, acumulaban casas de concreto y fierro en sus faldas. Los incendios comenzaban a ser más frecuentes. A veces los podían prevenir cuando la voz les advertía, pero la mayoría de las veces los despertaba a media noche, con el llanto de la voz.

Johannes era el encargado del proyecto, y con puño de hierro avanzaba. Adquiriendo títulos nobiliarios en los alrededores, fuera por decisión de los pobladores de los otros pueblos o por amenazas incesantes. Poco a poco, el cielo azul se hizo marrón en las esquinas. Había más ciudades pequeñas, y cada vez más pobladas. Mucho de los pueblos vecinos migraban a las ciudades para rehacer sus vidas ahí, pero los silvanenses se negaban rotundamente.

Así, realizaron su última asamblea, en donde Claudio y Guadalupe se observaron fijamente, como viendo pasar sus vidas frente a sus ojos.

Guadalupe subió al estrado de la parroquia, después de que Claudio le cediera la palabra, y ahí comenzó:

-Hermanos y hermanas ¡Me he negado a ensuciar mis manos de sangre! ¡La voz nos dices desde que somos jóvenes que la vida es algo sagrado! ¡Que no se le toca! ¡Y ahora, la avaricia de esos hombres de traje está pisoteando todo lo que creemos, todo lo que sabemos! ¡La violencia causa muerte, pero ¿Y si esa muerte es en nombre de proteger la vida?! No sé ustedes, pero yo no puedo quedarme de brazos cruzados observando como todo lo que nos rodea se vuelve gris, inerte y venenoso. No puedo permanecer aquí, como si nada pasara, mientras la voz de todas las cosas llora para luego apagarse. ¡Tenemos que ir todos juntos a dar la cara! De otro modo, lo que somos será historia.

Los aplausos y vitoreos enardecidos del pueblo no se hicieron esperar. La decisión estaba tomada. Saldrían del pueblo antes del alba, para impedir que la obra siguiera llevándose a cabo. Esa misma noche, Claudio y Guadalupe hicieron el amor como si fuera la última vez que se fueran a ver. Ambos mudos, no necesitaban las palabras para entenderse a la perfección.

Por la mañana, Claudio se preparó, y Guadalupe tomó de un mueble que tenía en su alacena la pequeña cajita que le había entregado Juanjo hacía ya cinco años. “al fin es momento de usarla”, pensó.

El pueblo, como una sola conciencia, salió del pueblo con las herramientas que usaron para cultivar frijol, maíz, calabaza, jitomate, aguacate, y todas sus frutas, en mano. Los bebés eran tomados en brazos por sus madres, que los envolvían en sus rebozos, sujetándolos a sus espaldas. Ni siquiera los bebes o los niños lloraban. Todos juntos marcharon al mismo ritmo, el cual no bajaron hasta que recorrieron el último camino de tierra roja.

Los obreros empezaban a emplear su maquinaria, cuando los vieron llegar a ellos por el horizonte. Ahí mismo estaba Johannes. Al hombre se le dibujó una sonrisa maliciosa, que deformaba todas sus facciones faciales y resaltaba sus marcadas arrugas. Él se acercó a ellos. Se pararon frente a frente, y se miraron del mismo modo.

-Vaya, veo que vinieron armados. –Dijo Johannes, mientras dejó escapar una carcajada envilecida.

-Venimos a recalcar que no venderemos nuestras tierras. Vamos a proteger este lugar. Ancestralmente habitamos estas tierras. Y aunque hemos sido pacíficos y nunca le hemos negado el asilo a nadie, no seguiremos permitiendo el abuso ¡La tierra es de todos! ¡Tras años de legislatura, esto va por los hijos de los hijos de esta cultura!

Johannes dejó de reír, pero seguía sonriendo. Estaba sorprendido, jamás pensó que llegarían tan lejos. Recordó lo que su jefe, cuando lo citó en su oficina para encomendarle el proyecto, le dijo alguna vez: “Los indios, los campesinos, los salvajes, son unos primitivos. No olvides que les estás haciendo un favor. Con este proyecto les estás llevando la comodidad que la modernidad ofrece ¿acaso no te gusta trabajar menos y ganar más? ¿A quién no le gusta bajar costos y aumentar beneficios? Si se llegan a negar, no desistas, Dios así lo ha querido. Tenemos que salvar al país de la barbarie”.

El silencio duró algunos segundos. Luego Johannes comenzó a hablar:

-Escuchenme, salvajes. Aunque no lo entiendan, les estamos haciendo un favor. Ustedes no se dan cuenta de lo ricos que podrían ser si no usan todo lo que les rodea. Los árboles, los ríos, la tierra. ¡Todo eso se puede convertir en otras cosas que pueden cambiar con dinero! ¡Y con dinero cada uno de ustedes puede comprar lo que se les antoje! El sueño de la Humanidad es la riqueza, y ustedes están eligiendo voluntariamente su pobreza, así que ¿Por qué no firman de una vez? Podríamos ser amigos-. Luego estiró sus manos para ofrecerles de nueva cuenta la pluma y el documento. Guadalupe, para sorpresa de muchos, se había puesto al frente, y estiró las manos también. Al verlo, Johannes se estiró aún más su sonrisa.

-¡Nuestra riqueza es la vida!- Gritó la mujer, cortando con su machete la hoja de papel, y casi rosando, por unos milímetros de diferencia, la larga y abultada nariz de Johannes. Los obreros, así como los silvanenses, miraban expectantes. Claudio miró anonadado, y con temor.

Johannes tiró el documento. Se puso colorado y sus sienes se marcaron nuevamente. Su rostro se transformó en uno que reflejaba una aguda neurosis. Ante el asombro de todos, sacó de su cinturón una pistola, apuntó al vientre de Guadalupe, y tiró del gatillo.

El estruendo de la pistola resonó en el eco de toda la cordillera. Las aves salieron volando exaltadas, y los animales empezaron a huir despavoridos. El tiempo se hizo lento, y todo el pueblo se asombró. Cada uno de los miembros de la comunidad se pusieron a la defensiva, y los obreros, en contra de su voluntad, tomaron sus herramientas, dispuestos a mantener con vida un conflicto armado.

Claudio se quedó en shock por un momento, para luego reaccionar, y acercarse lo antes posible a su amada.

Su ropa se había teñido de rojo. Recordó en ese momento la imagen del padre Sanderson en el periódico, y también su sueño: “Mi sueño es que no haya que morir para ir al paraíso. El paraíso debe ser aquí, en el reino de la tierra. Solo puedo ser feliz si el prójimo es feliz, y el prójimo solo puede ser feliz si viven en el paraíso y no en el infierno. Hoy en infierno se expande, y no lo voy a consentir”. Tras años de tener ese recuerdo empañado, finalmente había entendido por completo el sueño de su maestro.

Los doctores trataron inmediatamente a Guadalupe, pero no pudieron hacer nada con una herida de ese tipo. Se desangraba rápidamente, y solo pudieron transportarla lejos del conflicto. Antes de irse, se dijeron sus últimas palabras de amor:

-Te amo. No temas, Dios está contigo Claudio, y con todos nosotros.- Dijo Guadalupe. Después puso en manos de Claudio la cajita que Juanjo le había dado cuando los visitó, y prosiguió: -Es el collar que le dí cuando nos conocimos. Sus padres eran de la ciudad, y él no podía escuchar la voz. Este collar lo hice con un pedazo de la piedra del altar del cerro de la cruz. Si se la pones al hombre de traje, quizá pueda escucharla. Funcionó con Martín.

Claudio respondió: -Así lo haré amor mío. Déjalo en mis manos. –Él lloraba amargamente. Sabía que no había salvación para Guadalupe, pero la voz de todas las cosas le recordaba que el pueblo seguía ahí, y que no podía paralizarse. Después prosiguió: -No temas a la oscuridad, ahora irás al paraíso. Lamento que haya tenido que ser así, y no lo hayas visto en vida.

-Claro que lo vi.- Fueron las últimas palabras de Claudia antes de desvanecerse y caer rendida ante el sueño eterno.

Lucio había tomado del cuello a Johannes, que forcejeaba inútilmente para zafarse de sus brazos. Claudio, aun tembloroso, e incrédulo de lo que acababa de ver (no por falta de preparación espiritual, sino por la agonía que causa al amante la muerte de su amor) abrió la caja. El grabado del collar era el mismo glifo que residía en el campanario y la campana de la parroquia.

Claudio se acercó a Johannes, que aún gemía y gritaba, y le colocó el collar en el cuello. En ese momento la riña entre obreros y campesinos frenó por un momento, pues un viento torrencial azotó el llano. Tras eso, el rostro de Johannes se relajó, y sus ojos se pusieron en blanco. Sintió náuseas y dolor de cabeza. Todo el pueblo escuchó de nueva cuenta la voz de todas las cosas, quejándose y llorando más fuerte que nunca, cantando: “mataste a una de mis hijas ¡me mataste a mí!”. Era tal la desesperación que le causaba a Johannes escuchar esa voz que sacó de su funda su arma, y antes de que pudiera reaccionar cualquiera de los presentes, se disparó en la boca, salpicando de sangre el suelo fértil, en proceso de pavimentación.

La conmoción duro un rato. Todos estaban exhaustos. No recordaba hacer sido sometidos a tanto presión. Los obreros saltaron y bailaron, llenos de alegría, y cantaron felizmente tras la muerte de su capataz. El sonido del viendo corriendo por el follaje era lo único que se escuchaba.

Tras lo ocurrido, los silvanense volvieron al pueblo, dispuestos a dar una ceremonia digna a la fallecida, y un tratamiento pertinente a los heridos.

Después de un tiempo en paz, la voz les volvió a advertir de la llegada de un hombre de traje.

Detrás de ese hombre de traje vinieron muchos más, uno detrás de otro. Poco a poco, la escala en la violencia llegó al punto de que el pueblo se dividió entre los que estuvieron dispuestos a aceptar la modernización, y con ello, dejar sus vidas tranquila, y de escuchar su voz, todo con tal de no matar, y los que lucharon hasta la muerte. En ambos casos, murió Claudio, acribillado como su maestro, y Lucio se fue a vivir a la ciudad, como sus compañeros, diecisiete años antes. La voz de todas las cosas jamás volvió a ser escuchada, pero se dice que aún se le puede escuchar llorar, cuando alguien sube a un cerro y contempla la naturaleza por un rato.

Fin

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